MIEDO ¡MUCHO MIEDO! Taller de escritura en línea para jóvenes. Biblioteca Pública de Zamora.

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Fecha límite: 02/12/2014

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El misterio de Ernest Templeton

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Ascendimos al borde del acantilado y desde lo alto pudimos observar la vieja ermita rompiendo el oleaje. Como en un cuento de Edgar Allan Poe, escuché un ruido, me giré y miré fijamente al anciano. Señaló con sus dedos fatigados hacia el minúsculo templo y, tras una breve pausa, me contó esta vieja historia que dice así:
 Empezaré diciendo que esta historia no es muy corriente. El protagonista es un niño, Ernest Templeton. Era un niño bastante normal, no muy especial. Pero nadie sabía que a Ernest le gustaban unas cosas un tanto peculiares.
Cuando caía la noche, Ernest iba a una vieja ermita y era entonces donde realizaba cosas impensables para cualquier persona.
 Llegadas las doce de la noche, Ernest se escapaba de casa e iba a la vieja ermita. Cuando llegaba, entraba por una pequeña ventana rota y, dentro, iba hacia el sótano. Era un sitio muy oscuro y Ernest encendía unas cuantas velas. Abría un gran armario, bastante antiguo, con una llave que parecía ser viejísima y sacaba unos útiles quirúrgicos.
Empezaba siempre por unas tijeras oxidadas, incapaces de reflejar la luz de las velas. Con gesto decidido, las aproximaba lentamente al cuerpo herido de la joven, atada de pies y manos sobre una camilla de madera. Ernest le susurraba al oído:
- Sarah, ya estoy aquí, no temas.
Y Sarah quería gritar, pero un trapo que tapaba su boca, se lo impedía.
 Las tijeras la atemorizaban, notaba cómo el acero áspero rozaba su piel, cubierta de pequeñas llagas. Ernest disfrutaba viendo cómo la sangre comenzaba a brotar. Cuando una de las heridas era lo suficientemente profunda, Ernest acercaba su boca para sorberla. No podía disimular su placer.
Mientras, Sarah se retorcía sobre la madera. Que crujía.

Sarah había llegado a aquel lugar por una carta que, supuestamente, le había mandado un tío abuelo suyo. Decía que la estaría esperando en la antigua ermita, en el sepulcro de su difunta mujer y que fuera sola. Sarah acudió a la llamada. Al llegar a la ermita, vio que yacía en el suelo el cuerpo sin vida de un desconocido. No sabía a quién había pertenecido aquel cuerpo demacrado. Recordaba la cara desfigurada, llena de pústulas y remiendos descuidados, cosidos con el hilo de los anzuelos que arrastraba la marea. Y Sarah no podía más que rezar, sin conciencia del tiempo que había pasado allí más que por las heridas de su cuerpo. "Tres al día" Canturreaba Ernest. No dormía y, cuando lo hacía, siempre soñaba lo mismo.
Cuando Sarah llegó, llovía. Se estaba arrepintiendo de haber ido. Cuando, medio escondido, vio lo que parecía un cadáver. Cuanto más cerca estaba, mejor se apreciaban las heridas. Entonces lo giraba, esperando ver la destrozada cara de su "tío abuelo". Pero no la veía.
Veía la suya.
Y gritaba.

- Tu tío abuelo intentó engañarme, por eso te he hecho venir. Eres la única persona en la que confiaba, así que debes conocer el secreto. Solo dime dónde está el mapa y te dejaré marchar.
Sarah sabía perfectamente de qué le hablaba. Su tío abuelo le había hablado del mapa cuando solo era una niña. En aquel documento estaba señalado el lugar donde
 se escondía un tesoro valiosísimo. Demasiado valioso. Pero no habló de dinero. Se trataba de algo mucho más grande. Algo casi inalcanzable para el ser humano. Sí, en efecto, el elixir de la eterna juventud. Te preguntarás, ¿para qué quiere un niño el poder de la eterna juventud? Sencillo, no era para él. Ernest había construido la ermita en el lugar donde se encontraba el elixir, o eso pensaba él. Creía que bajo un techo sagrado podría excavar hasta encontrarlo, pero nunca lo halló. El tío abuelo de Sarah lo había cambiado de lugar, para evitar que Ernest pudiera hacer maquiavélicos juegos con algo tan poderoso. El mapa era la clave. Y Ernest lo sabía.
- Convencí a tu tío abuelo de venir hasta aquí y lo torturé hasta que confesó la existencia del mapa. Tú sabes dónde está y no pienso dejarte ir sin descubrir, por fin, dónde encontrar el elixir de la eterna juventud. Es mío. Él lo sabía y tú también... ¡Malditos!
Sarah se retorcía de dolor sobre la mesa, pero no pensaba decir nada.
 Sería muy fácil decir unas simples palabras y acabar con todo el sufrimiento y el dolor, pero Sarah no iba a hacerlo. No podía traicionar a su tío abuelo. Ernest, al ver que Sarah no decía nada, decidió tomar el último recurso. Se acercó a la estantería, la que estaba cubierta por una gruesa capa de polvo y lo cogió con su mano. Luego, se acercó a ella. Sarah estaba temblando. No encontraba la manera de huir. Mientras, Ernest se acercaba. Solo en ese momento, bajo la tenue luz de la luna, pudo percibir una cicatriz que atravesaba su cara, desde una ceja hasta la barbilla. Sarah bajó la mirada hasta la mano de Ernest. Sollozó, casi sin ser consciente de ello, al ver lo que sostenía en su mano. Mientras tanto, un cuervo contemplaba desde la ventana la situación. Segundos más tarde, estalló una horrible tormenta, pero el cuervo seguía allí: inmóvil, pegado a la ventana viendo cómo Ernest se acercaba a Sarah con algo afilado en su mano mientras ella suplicaba por su vida. Dentro, la delicada luz de las velas de la habitación se esfumó. Un fuerte estruendo resonó en los oídos de Ernest y Sarah. Ernest, ante aquel extraño ruido, se giró de inmediato y pudo ver los cristales de la ventana hechos pedazos en el suelo. Sarah sacó fuerzas de donde pudo al darse cuenta de que no estaban solos, de que alguien -o algo- rondaba por allí y le arrebató a Ernest el afilado cuchillo que sostenía, soltándose de las cinchas que tenían amarrada.
Sarah corrió buscando una salida para huir del sótano, pero estaba muy oscuro. Se quedó en una esquina, con la daga del chico en la mano. Estaba asustada. Oía voces, pero no sabía si eran reales o todo estaba en su cabeza. De pronto, él encendió una vela y Sarah pudo ver a una niña, a escasos metros, que parecía estar muy enferma. Se estaba muriendo.
La pequeña estaba tiritando, tal vez por el miedo o por el frío, o probablemente por ambas cosas. Tenía la tez muy pálida, la melena enmarañada y la respiración entrecortada de llorar. ¿Quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí y qué le podía haber hecho Ernest? En cuanto Sarah vio a aquella niña indefensa, supo que haría cualquier cosa por ayudarla. Ernest arremetía contra la oscuridad, como si el negro fuese realmente su enemigo por dar cobijo a Sarah y los demás. Golpeaba el mobiliario con sus puños cerrados, rompiendo vasijas y otras herramientas de laboratorio. Estaba furioso y, entre balbuceos, chillaba "devuélveme el Grial, Sarah, devuélvemelo de una maldita vez".
"Tres... ¡Sólo tres!"
Ernest caminaba gritando a la nada, haciendo tiritar el aire, el espacio y el reflejo del espejo en el que Sarah veía a aquella pequeña niña que no lograba reconocer. Una niña impávida y adusta, de rasgos demacrados, de cicatrices sangrantes. Una niña a la que Ernest estaba arrebatando la vida sorbo a sorbo. Una niña que era ella.

Ernest quería acabar con esto de una vez por todas. Cogió a la niña y la colocó de manera que se le podía ver la cara con la luz de la ventana. Entonces Sarah pudo ver quién era. Sophie, su hermana pequeña. Al verla, Sarah apretó con fuerza la daga que tenía y se abalanzó sobre Ernest, clavándosela en el pecho, tan rápido que Ernest no pudo reaccionar. Sarah tomó a su hermana y se fueron de aquella habitación, mientras Ernest, herido también en su orgullo, agonizaba.
Ya pasó todo, Sophie, volvemos a casa.
Filtros:
  • Pautas:: Estructura básica del texto. El narrador espejo. 

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