El misterio de Willy Dixon
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Ascendimos al borde del acantilado y desde lo alto pudimos observar la vieja ermita rompiendo el oleaje. Como en un cuento de Edgar Allan Poe, escuché un ruido, me giré y miré fijamente al anciano. Señaló con sus dedos fatigados hacia el minúsculo templo y, tras una breve pausa, me contó esta vieja historia que dice así:
Hace tiempo conocí a alguien. A mí siempre me había embelesado esa ermita y acudía cada día a ella. No sabía el porqué, pero me llamaba. Quizás era el paraje, pues ¿no era sorprendente su ubicación?
Hasta que un día decidí hablar con el ermitaño y lo que me dijo me dejó de piedra y explicaba la atracción que la ermita ejercía sobre mí. Me dijo: "Hubo un tiempo en que un pirata bereber asaltaba estas costas. Había adquirido un gran botín. Se dice que era tal que las arcas de Castilla eran una décima parte, pero debía ponerlo a buen recaudo. Y qué mejor lugar para un moro que guardar su botín en una iglesia cristiana. ¿Quién se iba a dar cuenta? Sufragó la construcción
de la supuesta tumba en la que se escondía el tesoro.
El pirata había llegado por barco, pero poco antes de llegar a Al-Ándalus, su barco había naufragado; solo habían sobrevivido él y su precioso tesoro.
Ahora tenía que huir, para que nadie supiera la verdad sobre esa tumba, de un supuesto noble.
Poco después de que la tumba se hubiera terminado alguien colocó un epitafio sobre una tabla de madera. Aquí yace Willi Dixon, señor del Océano.
Aquella sepultura se convirtió en lugar de peregrinaje, muchas personas llegadas de diferentes puntos se postraban ante ella para rezar. En una ocasión, una niña pequeña oraba en voz baja, cuando una mano huesuda apareció entre la tierra agarrándola, bruscamente, del brazo y , obviamente, la niña se asustó. Se puso en pie de un salto, pegando un grito. La mano se volvió a meter bajo la tierra mientras ella reaccionaba. Cuando, Soledad, la niña, se calmó, observó la tumba donde minutos antes había emergido una mano y, sacudiéndose la tierra de las rodillas, pensó que lo había imaginado. Pero, se equivocaba . Soledad escuchó un ruido a su espalda, una parte de ella quiso mirar atrás, pero el miedo a descubrir la verdad la tenía aterrorizada. Su cara delataba que el corazón se le salía del pecho. Agarró el picaporte para salir sin mirar atrás y un fuerte olor a azufre la sorprendió mientras atravesaba la puerta. El fantasma del pirata apareció en frente suyo. Tal fue el susto que Soledad se desmalló y cuando despertó, se encontraba bastante confusa. Giró el pomo de la puerta y salió al exterior. No dejaba de pensar en lo que sucedió y después de una semana regresó a la ermita. Soledad quedó fascinada con lo que vio. La ermita estaba envuelta en una nube de humo, como si se estuviera quemando. Lo sorprendente fue que no olía a quemado; en realidad no olía a nada, y eso a Soledad la asustaba. Se acercó con cautela, poniendo sumo cuidado en cada paso que daba. Se imaginaba ya de dónde venía el humo, pues no había parado de pensar en ello desde que visitó la tumba. Repentinamente oyó un alarido proveniente del interior de la ermita. Se debatía: entrar o huir. Pero la curiosidad superaba su miedo.
Sé quedó estupefacta al reconocer un grito de mujer.
Penetró en el templo y se mantuvo firme. El mismo ente que se le presentó días antes, lo hacía ahora como mujer. ¿Qué podía significar aquello? Soledad estaba asustada e intrigada a la vez. Algo extraño sucedía con aquella forma cambiante. Ahora había dos Soledad. "¿Quién eres?" preguntó la muchacha. "Soy el fantasma del pirata bereber que escondió un tesoro en este tumba. Alguien lo ha robado y vengo a recuperado". Soledad señaló hacia la tumba de Willy Dixon.
- ¡Fue él! -gritó
- Willy Dixon no existe, ¡estúpida! -respondió el pirata- Willy Dixon es una invención para conservar el tesoro en mi poder sin levantar sospechas. Ahora que lo sabes, debes morir. No es que yo tenga nada contra de ti, pero eres demasiado curiosa y no me gustan las personas curiosas.
El fantasma cogió a Soledad del brazo y salieron al exterior.
Empezaron a correr hacia el acantilado y saltaron. Ella ya daba por hecho que moriría en ese acto suicida, pero no podía soltarse, el fantasma la tenía agarrada.
Cerró los ojos y chilló, recordando a su familia y pidiendo perdón por sus pecados. Notaba cómo caía, la adrenalina que corría por su cuerpo la obligó a abrir los ojos y se encontró en la más absoluta oscuridad. Sentía la fuerza del fantasma en su brazo tirando de ella hacia el fondo del acantilado. Un fuerte golpe la frenó, sintió cómo se quedaba sin aire y escuchó un susurro frío y tenebroso
- Espero que mi secreto esté a salvo contigo o morirás. Ahora, tú decides.
Soledad abrió los ojos y se encontró tumbada sobre la hierba, a escasos centímetros del acantilado. Se levantó poco a poco, poniéndose una mano en la cabeza, ya que le dolía mucho. Recordaba todo lo ocurrido de forma borrosa y apenas podía reflexionar sobre la "promesa" que le había hecho al fantasma y desde entonces, Soledad no volvió por allí".
Pero algo no cuadraba. ¿Cómo sabía él esa historia? Me dijo que no me lo podía explicar, pero, ¿por qué me la contaba? Nadie había vuelto a visitar la tumba desde entonces, decía.
No me lo creía. Decidí comprobar si de verdad existía ese tesoro. Cuando expliqué al ermitaño mi intención, su sonrisa algo macabra, me asustó, pero sirvió para que me diese cuenta del engaño. Todo era mentira. Debajo de esa tumba se escondía un gran tesoro.
El muy avaro quería compartirlo. ¡Oh! Qué tonto había sido creyendo en sus palabras. Aparté al ermitaño con un gesto brusco, entré en la ermita y caminé hasta la tumba. Agarré el cartel de Willy Dixon y lo arranqué de cuajo.
Excavar en una tumba es más fácil si no es de nadie. Utilicé mis manos para retirar las piedras. Después de varios minutos, entre cascotes y tierra húmeda, pude tocar diferentes objetos metálicos, sucios, sin aparente valor. Tomé lo que parecía una corona, la froté con la manga de la camisa y pude comprobar el brillo de una joya preciosa. Allí había más oro del que un hombre cualquiera puede imaginar.
Empecé a escavar más y más deprisa, encontré monedas de oro, diamantes, brillantes... hasta que di con un baúl. Aparté el polvo y pude comprobar que no era como ningún otro de tesoro de piratas: era de oro puro. Con todas mis fuerzas lo saqué (me llevó bastante tiempo) y lo contemplé: era precioso. Nunca supe quién colocó aquel tesoro en la ermita, lo único cierto es que no existía ninguna maldición. Nada hará cambiar de idea a los habitantes de la zona y seguirán pensando durante años que un temible fantasma les perseguirá si entran allí. Es una pena, el tesoro es realmente digno de ser contemplado.
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